Este 2023 es un año electoral en el que se juegan mucho más que la administración de la cosa pública en los distintos niveles de gobierno y las bancas en el Congreso de la Nación. A nuestro entender, la política tiene dos instancias: la primera es la discusión de los cargos y la segunda es el debate sobre cuál será el rumbo a tomar. Por la primera, ya estamos acostumbrados a vivir la política de esta manera, con elecciones cada dos años, desde la recuperación de la democracia. Y en la segunda lo que se discute son las características del modelo de país.
Este año tendrá que ponerse el eje en la segunda instancia indicada, es decir, en el debate sobre el modelo. Lamentablemente esto no ha ocurrido en mandatos anteriores y los costos están a la vista. El gobierno de Fernando de la Rúa, que siguió al de Carlos Menem, continuó con el mismo esquema económico de su antecesor que fue el plan de convertibilidad, el que no se puso en cuestión. Lo mismo sucedió a partir de la devaluación llevada a cabo por Axel Kicillof en 2014: hubo cambio de presidentes, pero no de proyectos. Pasó Mauricio Macri, llegó Alberto Fernández y no encontraremos mayores diferencias entre la gestión de Hernán Lacunza y de Martín Guzmán. Solo fueron agudizándose las deficiencias del modelo especulativo-rentístico que se impuso y los emergentes sociales que generó. Esto muestra que en muchas ocasiones a lo largo de nuestra historia el ciclo económico se mantuvo más allá de los cambios que se produjeron en el ciclo político.
Por otro lado, cabe considerar aquí que en distintos tiempos y contextos ha habido organizaciones políticas y movimientos artísticos, por citar algunos, que generaron tanto un pensamiento como acciones de vanguardia. Desde el punto de vista político, cuando el pensamiento de vanguardia se plasma en la práctica y se hace carne en el pueblo la transformación está en marcha. Cuando esto no ocurre, queda circunscripto al rincón de los iluminados que se alejan cada vez más del sentir popular. El pueblo deja de ser el sujeto que construye la historia y la construye la élite girando sobre su propio eje.

La decisión que tomara en soledad Cristina Fernández en 2019 de que el candidato fuera Alberto Fernández conllevaba una concepción errada que apuntaba centralmente a sacar a la “derecha macrista” del gobierno: “primero ganemos y después vemos”. Así se garantizó la continuidad del ciclo económico porque no hubo debate acerca del país que se quería, máxime teniendo en cuenta el Nuevo Orden Internacional que va dejando atrás la globalización para asentarse sobre los vectores nacionales de la economía. Confundieron el fin con el medio allí donde el triunfo electoral constituye el medio para gobernar teniendo como norte un proyecto que garantice la felicidad del pueblo y la grandeza de la patria.
Hoy el olfato político nos indica que quienes sostuvieron esa concepción desde una mirada vanguardista estarían volviendo a equivocarse al considerar que, dada la debacle en la cual se encuentran la economía y la política, la elección de 2023 está perdida. Por lo tanto, se disponen a no hacer olas y a esperar a que la alianza triunfante —que no sería el Frente de Todos, ni el peronismo— se haga cargo del próximo gobierno de transición que inevitablemente naufragará generando las condiciones para volver a retomar los destinos de la nación. Ya ocurrió algo similar en las elecciones de 2015 cuando Scioli, a quien le quitaron el apoyo (hecho reconocido públicamente por el entonces viceministro de Economía), perdió las elecciones por alrededor de 2 puntos porcentuales. Esas elecciones tendrían que haberse ganado, porque cada uno de los nuestros es infinitamente superior a cualquiera de ellos.
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