Operativo salir del laberinto

En la hora crucial de su existencia, el kirchnerismo lucha contra sus propios demonios y taras ideológicas en medio a un dilema: el de seguir “tragando sapos” para estirar una sobrevivencia que en los últimos diez años ha sido precaria o, por el contrario, hacer finalmente la purga ideológica que ubique a esa fuerza política en un lugar minoritario, pero definido, de la política argentina. Entre los acuerdos de mesa chica de Cristina Fernández y las ambiciones de sus socios coyunturales se juega el resultado de las elecciones de octubre y noviembre de este año, a las que el pueblo-nación argentino llega en un lamentable estado de anomia. El cierre de listas del Frente de Todos —tenga esta coalición el nombre de fantasía que tenga de cara a las próximas elecciones— va a dilucidar buena parte del misterio. Los de abajo, mientras tanto, esperan. ¿Saldrá Cristina Fernández del laberinto en el que se metió en algún punto de la década pasada?
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Pese a reiteradas manifestaciones públicas más o menos crípticas indicando que no será de la partida en las elecciones de este año, al menos no como candidata a presidente de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner volvió a ser objeto de especulaciones en la primera semana de mayo al salir otra vez sus seguidores más cercanos a agitar públicamente con la posibilidad de que la dos veces presidente y actual vicepresidente pueda postularse para un tercer mandato presidencial, generando en el proceso el intenso debate de siempre en los medios y en las redes sociales. La sola mención de Cristina Fernández —la popularmente conocida CFK— encabezando la lista de candidatos del Frente de Todos es motivo suficiente para que prácticamente nada más se discuta mientras el rumor de que va a participar esté vigente.

De la fría observación de los argumentos esgrimidos en cada etapa de este que parecería ser un operativo clamor en cuotas se desprende que desde el punto de vista del kirchnerismo la potencial candidatura de CFK es mucho más (o mucho menos, como veremos) que la “bala de plata” para ganar las elecciones de octubre y noviembre, en el caso hipotético de que la pugna se resuelva en un ballotage. Para el núcleo duro de dirigentes, militantes y simpatizantes del kirchnerismo, una CFK candidata a presidente tiene poco que ver con el triunfo o la derrota electoral, sino más bien con una especie de redención moral. Habiendo tolerado a Alberto Fernández durante cuatro largos años, lo último que desean los kirchneristas es tener que quedarse pegados con un Sergio Massa o algo peor y la obligación de en lo sucesivo tener que militar y sostener a otro candidato y gobierno no kirchnerista.

Eso es lo primero que se ve, es un grito desesperado de los kirchneristas rogando por representación real de lo que piensan y lo que sienten. De un modo quizá temerario, podría decirse que un kirchnerista de pura sangre hoy prefiere perder las elecciones presentándose a la lid con los propios antes que tener la chance de ganarlas con un candidato ajeno. Y no es difícil comprender esa angustia existencial si se observa objetivamente que ya desde las elecciones del año 2013 el kirchnerismo viene viéndose obligado a militar candidatos que no quiere por no sentirlos como propios. El primero fue Martín Insaurralde ese año y la derrota, como consecuencia casi lógica, sobrevino al fin; luego, después de perder otra vez sin entusiasmo con un Daniel Scioli igualmente ajeno y de cuatro años de “resistir con aguante” en oposición al régimen macrista, el kirchnerista tuvo que militar a Alberto Fernández, tan solo para tener que sostener durante los siguientes cuatro años a un gobierno del que solamente recibió pálidas, nunca un estímulo positivo.

Afiche militante del “operativo clamor” por una CFK candidata a presidente en las elecciones de 2023, aquí curiosa y simbólicamente superpuesto a un afiche de otro candidato del Frente de Todos: Juan Grabois. Por todas partes se ven estas manifestaciones que son la expresión de la necesidad que tiene el kirchnerismo de verse representado electoralmente en su pensar y en su sentir, cosa que solo ocurrió una vez —para las elecciones del año 2017— en los últimos diez años. En todas las demás elecciones el kirchnerista debió “tragar el sapo” y votar con la nariz tapada a un candidato ajeno, extraño o directamente identificado como enemigo.

Entonces está a la vista que el kirchnerista es un nostálgico de las elecciones del año 2011, en las que militó a CFK, ganó las elecciones por paliza y pudo sentirse puro en su praxis militante. He ahí todo: el kirchnerista quiere que CFK sea candidata a presidente este año más allá de si puede o no puede ganar en las urnas, esa no es la cuestión. El kirchnerista quiere que CFK sea candidata para volver al 2011, a aquellos días tan felices del kirchnerismo. Para el año 2011 el kirchnerista militó la totalidad de su fe ideológica en una lista repleta de compañeros muy “del palo” y encabezada por su exponente máxima, no debió administrar contradicciones, todo era felicidad y pureza. Pero a partir de allí las cosas iban a complicarse y por eso el kirchnerista percibe que en la última década ha sido cada vez más difícil serlo.

Esa es la percepción de lo real, de que el kirchnerismo tal como lo conoce tanto la militancia como los que observan la política dejó de existir en algún momento posterior a las elecciones del año 2011. Probablemente esa ruptura se haya dado en el año 2013 cuando en las elecciones de medio término los kirchneristas se vieron obligados por primera vez a apoyar a un candidato que no era “del palo”. Ese candidato fue Martín Insaurralde, identificado entonces como un dirigente ajeno a las huestes K, como un intendente del Gran Buenos Aires vinculado al duhaldismo. Y además esa fue una derrota durísima a manos de Sergio Massa en la provincia de Buenos Aires, en la madre de todas las batallas electorales. En el 2013 el kirchnerismo probó por primera vez el sabor de la derrota y, al mismo tiempo, el gusto igualmente amargo de caer derrotado sin haber apoyado a un candidato propio.


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