Que el argentino sepa que el argentino puede

En el reciente triunfo deportivo de la selección argentina en Qatar hay un poderosísimo mensaje al pueblo-nación y probablemente también la señal de un punto de inflexión para una nueva era que se inicia. En el nivel más bajo de un largo proceso de decadencia, la Argentina puede estar encontrándose con una generación que rechazará la cultura del eunuco impuesta por la colonización pedagógica y volverá a tener fe en su capacidad de lograr enormes hazañas. El tiempo dirá cuál fue la magnitud exacta del impacto sobre la cultura nacional que supuso la obtención de la copa del mundo, pero ya es evidente que nada será igual en el país a partir de este glorioso mes de diciembre.
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Los vecinos de Dolores, en el interior de la provincia de Buenos Aires, creyeron que Alfredo Barragán estaba loco de remate cuando a principios de los años 1980 el entonces joven aventurero empezó a exponer la teoría de que era posible cruzar el Océano Atlántico en balsa, sin motor y sin timón, dejándose llevar únicamente por la fuerza de las corrientes y del viento. Barragán había observado la existencia en México de quince estatuas de la cultura olmeca, todas ellas con más tres metros de altura y un peso aproximado de veinte toneladas, verdaderos colosos ancestrales que representan figuras humanas de la raza negra típicamente africana. Y a partir de esa evidencia empezó a abonar la hipótesis de que el hombre habría llegado a América desde África, por accidente, muchos siglos antes de Cristóbal Colón.

Barragán se inspiraba en la hazaña del Kon-Tiki, la balsa utilizada por el explorador noruego Thor Heyerdahl para navegar en 1947 desde las costas de Perú hasta la Polinesia, también aprovechando la fuerza de las corrientes marinas y el viento, con el objetivo de demostrar que el hombre americano había poblado las islas del Pacífico. La Expedición Atlantis reivindica la gesta del Kon-Tiki con la misma idea subyacente e igual desafío al mar, pero en distintos océanos y casi cuarenta años más tarde. Así, el 22 de mayo de 1984, Alfredo Barragán y otros cuatro argentinos —Jorge Iriberri, Daniel Sánchez Magariños, Oscar Giaccaglia y Félix Arrieta, el camarógrafo de Argentina Televisora Color (ATC), cuyas imágenes más tarde iban a posibilitar la producción de una película sobre la travesía— partieron de Santa Cruz de Tenerife, navegaron a partir de allí durante 52 días prácticamente incomunicados y sin la ayuda de los sistemas de navegación satelital hoy existentes hasta llegar a las costas de Venezuela el 12 de julio. Barragán no estaba loco.

El enigma de las colosales cabezas olmecas de México que retratan figuras típicamente africanas abonó la hipótesis de Alfredo Barragán sobre el arribo a América de navegantes provenientes de África varios siglos antes de Colón. Para demostrar que ese viaje hubiera sido viable con la tecnología de la prehistoria, Barragán organizó la Expedición Atlantis y asombró al mundo al cruzar el Océano Atlántico en una balsa de troncos atados con cuerdas, sin ningún instrumento de navegación más que los tradicionales y con la precaria comunicación de un radioaficionado VHF. El hombre supo que el hombre puede.

Al lograr lo que entonces parecía ser imposible, esos cinco argentinos probaron que los vecinos de Dolores estaban equivocados, aunque en verdad hicieron mucho más que eso. Los héroes de la balsa Atlantis asombraron al mundo con el éxito de su intrépida expedición y dieron una demostración cabal de la capacidad humana. De hecho, estando ya sano y salvo en el puerto de La Guaira en Venezuela, Barragán habló con los medios presentes y allí dejó inmortalizada la frase que sería el símbolo de aquella hazaña: “Que el hombre sepa que el hombre puede”. Un mensaje universal de optimismo dirigido a la humanidad en su conjunto, en un contexto de Guerra Fría y devaluación de la narrativa épica de la proeza del hombre. Desde el auge de la carrera espacial entre los años 1960 y 1970, la humanidad no había tenido un hecho de esa magnitud para celebrar y renovar la fe en sí misma.

Pero para 1984 la Argentina lidiaba con su propia oscuridad. Desde la derrota en la Guerra de Malvinas los dirigentes militares y luego los civiles se habían abocado a difundir la ideología del bando vencedor como consecuencia de la rendición firmada el 14 de junio de 1982 en Puerto Argentino. Para evitar futuras rebeliones alrededor de la causa nacional por el territorio usurpado, el atlantismo encabezado por los británicos y los estadounidenses dispuso que los cipayos, aupados aquí al poder político, instalaran en el sentido común la idea de que el argentino era incapaz de defender su propia soberanía, una instalación deshonesta que se logró mediante la generalización del discurso dicho “dialoguista”. Desde mediados de 1982 en la Argentina no hubo ningún sector relevante de la política o de las fuerzas armadas dispuesto a desafiar esa hegemonía y, en consecuencia, si bien el éxito del proceso de desmalvinización fue apenas parcial y Malvinas siguió siendo la causa nacional por antonomasia, ya nadie se puso a pensar en una forma de obligar a Gran Bretaña a terminar con la usurpación de las islas. A partir de la derrota militar se impuso la idea de un “diálogo diplomático” que en el largo plazo supuestamente habría de resultar en la reintegración de las Islas Malvinas al territorio soberano argentino.

Cuatro décadas han pasado y Gran Bretaña no solo no está ni cerca de desocupar las Islas Malvinas, sino que sigue militarizando la zona con el refuerzo permanente de la base de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) allí instalada y la explotación unilateral e inconsulta de los ingentes recursos naturales del Mar Argentino desde Malvinas. Mientras los argentinos “dialogamos”, el usurpador sigue con la usurpación como si nada pasara. Petróleo, pesca, tránsito comercial por el Atlántico sur desde y hacia el Pacífico, proyección sobre la Antártida, todo eso bajo el control de Londres sin que a nadie aquí se le ocurra decir una palabra por fuera de las protestas protocolares frente a las Naciones Unidas en su comité de descolonización, lo que equivale a decir prácticamente nada. ¿Por qué? Porque la hegemonía prohíbe, en base a la evidencia de la derrota en 1982, cualquier expresión de rebeldía real ante la injusticia manifiesta.


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