Podría justificarse de mil distintas maneras la euforia que se apoderó de la mayoría del pueblo-nación argentino en octubre de 2019 al finalizar el proceso electoral que, con el triunfo del Frente de Todos, desplazó del poder político a Mauricio Macri luego de cuatro años de un desgobierno monumental. Una de las formas de justificar esa euforia sería la perspectiva que en esos días existía alrededor de la asunción de Alberto Fernández, a quien tanto la política como los medios presentaban como un “moderado” que teóricamente traía la posibilidad de un gobierno de reconstrucción nacional con cierre de grieta, un gobierno de consenso orientado por racionalidad de la atención de las necesidades de las mayorías populares y la defensa del interés nacional mucho más allá de las intrigas políticas entre el kirchnerismo y el macrismo duros. El argentino estaba esperanzado en medio a un escenario devastador y esa esperanza se materializó entonces en la figura de Alberto Fernández.
Con la euforia vino la alegría por el resultado electoral y se siguió la no formulación de la pregunta fundamental de aquellos días: ¿Quién iba a pagar los platos rotos de la colosal deuda dejada por Macri y del daño social que ese endeudamiento dejaba? Entorpecidos por el alivio de la despedida de un gobierno que a esa altura ya se percibía como un escollo a la realización del proyecto común de las mayorías, muchos perdieron momentáneamente de vista el hecho de que Alberto Fernández no había ganado en rigor nada más que el derecho a recibir a modo de herencia un descomunal pasivo económico y social, además de la responsabilidad de desactivar la bomba que el gobierno macrista saliente iba dejando al retirarse.

Eufórico y alegre, esperanzado en definitiva, el argentino se abstuvo de cuestionar. Y nadie quiso saber quién iba a pagar la fiesta del macrismo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), los 44 mil millones de dólares contraídos en empréstito que la Argentina no estaba entonces y tampoco está hoy en condiciones de pagar. El cuestionamiento quedó sofocado y eso finalmente significó un enorme problema, pues el cuestionamiento en sí era todavía más profundo. Nadie se preguntó en esos días si la deuda macrista se iba a pagar con imposiciones sobre las clases dominantes que apoyaron a Macri o con ajustes contra las clases populares medias y trabajadoras que lo habían padecido. Eso equivalía a preguntarse, en realidad, qué sector del Frente de Todos iba a “tener la manija” para gobernar en la práctica. Más allá de la “unidad” declamada ideológicamente con el fin de ganar las elecciones, la cuestión en octubre de 2019 se resumía a saber a ciencia cierta quién había ganado realmente aquellas elecciones, pero nadie quiso saberlo.
Para quienes ven la realidad en dos dimensiones se trata de una pregunta más bien estúpida, está claro que las elecciones de 2019 las ganó Alberto Fernández con Cristina Fernández de Kirchner como su vicepresidente y Sergio Massa en el lugar del control del Parlamento. En octubre de 2019 ganó en primera vuelta con el 48% de los votos el Frente de Todos y allí no hay ninguna duda. Las dudas, se sabría más tarde, estarían en definir qué cosa era y es el Frente de Todos en sí mismo, o bien qué es en la práctica un gobierno de coalición entre intereses contradictorios que se unen en una determinada coyuntura con el solo fin de derrotar electoralmente a un tercero. El Frente de Todos ganó las elecciones y hoy, casi tres años después de la asunción de Alberto Fernández, nadie puede decir con seguridad quién las ganó realmente porque nadie sabe quién gobierna.
Los que, por el contrario, ven la realidad en tres dimensiones y desde el reverso de la trama supieron desde siempre que el Frente de Todos era una cosa demasiado heterogénea, una alianza contra natura que se creó así para lograr un objetivo electoral y no mucho más que eso. Es fácil juntarse para ganar elecciones, basta con acordar entre pocos en una mesa chica acerca de la composición de las listas de candidatos. El problema es que esas “unidades” entre dirigentes que representan intereses contradictorios en su praxis política encuentran su límite en la gestión. ¿Adónde ir después de haber triunfado en las urnas?
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