En el marco de una intensa campaña propagandística cuya finalidad marginal es instalarse a sí mismo como la alternativa a una política que se muere, Javier Milei volvió a escandalizar a un sector de la sociedad argentina al decir durante el primer debate presidencial, sin balbucear ni tartamudear, que las víctimas de la última dictadura cívico-militar en la Argentina no fueron 30 mil, sino algo más de 8,7 mil. Y al hacerlo copó la casi totalidad del espacio en los medios tradicionales y en las redes sociales con la discusión de una polémica que además no guarda ninguna relación con el estado catastrófico de la economía, por el que millones de familias argentinas actualmente padecen un infierno.
Entonces Milei ya ganó de entrada con tan solo instalar en la agenda lo que quiere que se discuta y además obligando una vez más a toda la opinión pública —que piensa lo que quiere la opinión privada, como diría el genial Quino— a hablar del propio Milei todo el día. Así fue cómo este “outsider” se instaló a sí mismo en el centro de la escena política prácticamente desde la nada hasta ganar las elecciones primarias y ser señalado como el favorito a ponerse la banda de presidente en diciembre. Todo en cuestión de semanas, todo a base de generar polémicas que los medios de difusión amplifican y las redes sociales mucho más, tal vez como un acto reflejo o tal vez no.

Ahora como siempre, observe el atento lector, en las polémicas instaladas por Javier Milei hay mucho más de humo que de bomba y en este caso no es distinto: el debate sobre la cantidad de víctimas directas de la dictadura entre 1976 y 1983 es absolutamente estéril por la sencilla razón de que aun si dichas víctimas no se contaran por las miles o decenas de miles, sino que fueran unos pocos cientos, el terrorismo de Estado seguiría siendo un hecho histórico insoslayable. Por lo tanto, en un sentido pragmático, los que se rasgan las vestiduras y se ponen a gritar la sacralidad del número, sea esa cifra sagrada la de 30 mil o de una fracción de eso, participan finalmente como idiotas útiles o como cómplices en la estrategia mileísta.
¿Por qué? Porque le dan a Milei la centralidad que él necesita en el contexto de unas elecciones, aunque eso lamentablemente no es todo. El problema central inherente a la eterna discusión sobre cifras de desaparecidos en la última dictadura tiene la nefasta propiedad de acaparar prácticamente toda la atención sobre el asunto, generando la falsa percepción de que aquí se hizo un golpe de Estado y se instaló un régimen autoritario con la sola finalidad de desaparecer gente. Y eso no es así, sino que es justo al revés: el genocidio se hizo con el fin de propiciar un crimen igualmente grave cuyas víctimas, ahora sí, se cuentan en el orden de los millones. El objetivo de esa dictadura fue llevar a cabo un crimen contra un pueblo-nación entero.
Es justamente por haber monopolizado la observación y el debate sobre la dictadura cívico-militar iniciada en marzo de 1976 con la cuestión de los crímenes de lesa humanidad directamente cometidos contra individuos que existe una gran cantidad de argentinos absolutamente ignorantes del profundo daño perpetrado contra la comunidad nacional por los militares, pero sobre todo por los civiles —esto es lo central aquí— implicados en el llamado Proceso de Reorganización Nacional. En una palabra, con la bandera de los derechos humanos expuesta como única causa posible lo que se logra también es el encubrimiento del genocidio económico y social llevado a cabo por aquel proceso, después del que la Argentina nunca más se puso de pie.

Los golpistas vinieron a eso mismo, a hacer una demolición de la economía nacional cuyas consecuencias duraran muchísimo más que la propia dictadura, que se perpetuaran por años y décadas transformando un país pujante con un aparato productivo muy sofisticado en una semicolonia reprimarizada para mayor provecho de las potencias extranjeras interesadas en eso como condición de un saqueo sobre las riquezas y los recursos del territorio. Los cipayos de 1976 destruyeron ese aparato productivo y rompieron el tejido social del pueblo argentino de una forma tal que las futuras generaciones no pudiesen luego recomponer ni una cosa ni la otra. Y dejaron servidos en bandeja a los argentinos para que el saqueo tuviera lugar, cosa que viene ocurriendo desde 1983 sin mayor resistencia.
En esos días alguien paró las patas para intentar detener el proceso y ahí están los desaparecidos como consecuencia del plan infernal: para quitar del camino a quienes se oponían a la masacre económica contra la totalidad del pueblo, los golpistas hicieron una masacre directa, física y brutal, contra los sublevados. Lo mismo que en 1955, pero esta vez sin reservas ni moderación. A partir del 24 de marzo de 1976 la masacre iba a ser total y no iba a quedar de pie ningún retobado, había que destruir la matriz productiva creada por el nacional justicialismo sin dejar piedra sobre piedra que no fuera derribada, como se lee en el evangelio de San Mateo. Los golpistas de 1976 vinieron resueltos a recolonizar la Argentina de una vez y para siempre.
Y hasta el momento han logrado su cometido, puesto que las consecuencias de la dictadura se sienten al día de hoy en todos los ámbitos, nunca hemos podido estar ni siquiera cerca del desarrollo económico y el bienestar social alcanzados hasta 1975. La Argentina es hoy una sombra de lo que alguna vez fue y para sorpresa de nadie son muy pocos los argentinos que conocen esta versión de la historia. ¿Por qué? Pues porque solo se cuenta una versión, la que expone la brutalidad de los militares como si nada más que eso hubiera pasado en aquellos años. Y entonces la dura realidad es que por izquierda hubo alguien encubriendo el crimen de lesa humanidad contra la totalidad del pueblo-nación mediante la sobreexposición de los también crímenes de lesa humanidad cometidos contra una minoría militante.

Habría que preguntarse quién realmente se beneficia de ello, el cui bono que subyace todo crimen y permite dilucidarlo cuando aparece como cuestionamiento serio. La respuesta será la verdadera obviedad ululante cuando se vea que militares de todos los rangos fueron debidamente castigados por sus crímenes, pero que el tiempo de la Justicia jamás les llegó a los cómplices civiles de esos militares: funcionarios, empresarios, dirigentes sindicales y sociales que “se acostaron” y colaboraron, vulgares soplones que incluso “cantaron” gente para ser secuestrada y desaparecida, civiles. A muy pocos de estos se los investigó simplemente porque no se habla de ellos, no existe la idea de que hayan existido. En el discurso se suele decir “dictadura cívico-militar”, pero es humo. En la práctica la Argentina registra en su conciencia una dictadura militar a secas.
Por eso el saqueo sigue, continuó con Raúl Alfonsín y prácticamente no se detuvo jamás. ¿Cómo no iba a seguir, si son muy pocos los que entienden la finalidad económica de la dictadura, si finalmente todo el debate se reduce a determinar si los desaparecidos fueron 30, 22 u 8 mil? Actualmente no hay nadie denunciando de verdad en nuestra política que son consecuencia de la dictadura los quebrantos de la economía que destruyen la calidad de vida del pueblo-nación a cuentagotas, no se habla de eso. Desde la derecha se grita que “no fueron 30 mil” y desde la izquierda se responde que eso es un ultraje, que es negacionismo y que lo sagrado no se toca. Cabría preguntarse nuevamente si en vez de 30 mil hubieran sido unos pocos cientos, como lo fueron en Brasil y en Uruguay, por ejemplo, no quedaría igualmente caracterizado el genocidio.
Claro que sí porque la carátula del crimen no está puesta por la cantidad de víctimas, sino por la metodología. ¿Y entonces qué estamos discutiendo en plena campaña electoral? Nada en absoluto, el que Milei y los suyos griten sus cifras debió oírse como quien oye llover por quienes están seguros de sus propios números. Pero eso no ocurre, se arma un escándalo y Milei gana como pescador en río revuelto, además de seguir eternizando la invisibilidad del problema de fondo que son la masacre contra el aparato productivo, la rotura del tejido social y sus consecuencias en el tiempo. Con la complicidad de una izquierda indignada y defensora de los símbolos los Milei genéricos siguen logrando el objetivo de evitar la comprensión del problema que aqueja a los argentinos desde 1976 a esta parte.

Ese modelo de encubrimiento de una parte de los cómplices y de la finalidad de los crímenes de lesa humanidad de un modo general ni siquiera es nuevo, está calcado de lo que hicieron los europeos y los yanquis para salir del brete al finalizar la II Guerra Mundial con la caída de Adolf Hitler. Para ocultar que toda la guerra se hizo porque las potencias coloniales de Europa le negaban a Alemania una parte del botín, esto es, no les permitían a los alemanes el tener sus propias colonias y por eso Hitler determinó que la solución sería invadir y colonizar directamente a esas potencias coloniales (logró hacerlo en Francia y estuvo a punto de lograrlo en Gran Bretaña), los europeos impusieron el debate sobre los seis millones de judíos masacrados en el Holocausto. Y así hicieron del debate una discusión sobre cifras.
¿Qué hicieron ahí? Transformaron a Hitler en demonio único, cuando hubo en realidad otros demonios, entre ellos los ingleses, los estadounidenses y, sobre todo, los franceses. Estos últimos, por cierto, fueron los provocadores directos de la II Guerra Mundial al insistir con el Tratado de Versalles de 1919 que humillaba al pueblo-nación alemán y le daba a Hitler —o a cualquier otro en su lugar— el pretexto ideal para movilizar a las masas hacia el campo de batalla. Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, tres potencias coloniales e hipócritas que salieron de la II Guerra Mundial no solo victoriosas, sino además como los “buenos de la película” para seguir siendo eso mismo, potencias coloniales cuyo negocio es el saqueo de otros pueblos-nación en todo el mundo.
Pero no, no hay caso. Toda la obra de propaganda en la forma de películas, de libros o de lo que fuere resume la II Guerra Mundial al Holocausto y pone sobre el tapete la cantidad de judíos masacrados por Hitler, invita a discutir eternamente las cifras del genocidio. ¿Habría sido otra cosa que un genocidio de no haber sido 6 millones, sino 3 millones o 500 mil las víctimas? Claro que no, ese no es el punto, como veíamos. Seis millones, treinta mil. El asunto es discutir lo que no modifica el hecho para que el propio hecho no se ponga jamás en tela de juicio. ¿Qué pasaría si la opinión pública mundial un buen día se enterara de que el Holocausto fue tan solo un capítulo algo tardío en el marco de una guerra imperialista que no empezó por eso ni mucho menos y de que entre los implicados no hay buenos?

He ahí la razón por la que la Organización de Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que es el Hitler de nuestro días, puede avanzar sobre Libia, Siria, Afganistán, Irak y finalmente Ucrania mientras sostiene la dominación colonial, por ejemplo, en nuestras Islas Malvinas. La OTAN puede hacer todo eso tranquilamente sin que nadie comprenda su naturaleza expansionista e imperial, la misma que motivó a Hitler en su día. Mientras la OTAN no haga una limpieza contra alguna minoría étnica —aunque ya lo hizo contra los eslavos a principios de los años 1990— nadie va a entender que la OTAN es el propio nazismo de los tiempos que corren porque concretamente tiene los mismos objetivos, asume casi todos los mismos métodos de los nazis y lo hace impunemente.
Cuentan la historia como mejor les parece e imponen la agenda del debate público con los temas que les convienen, ocultando todo lo demás para que nadie se percate del truco. Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro, decía George Orwell en 1984 con notable lucidez. Aquí, allá y en todas partes, en el tiempo que sea, toda la política es tan solo una cuestión de adueñarse de la narrativa e imponer hoy la agenda del debate, determinar qué ángulo de la historia debe ser puesto bajo la lupa y qué otros ángulos deben olvidarse. El poder controla el presente, el pasado y el futuro porque es dueño de la narrativa para hacer discutir a los incautos lo que el poderoso quiere que discutan.