Todo el manual maquiavélico de la ciencia política indica que el régimen de Javier Milei habría colapsado por su propio peso en la noche del viernes 14 de febrero de haber existido en la política argentina una oposición real, aunque dicha oposición fuera boba e inepta. La definición es dura, pero se basa en una evidencia hasta física: el escándalo fue tan brutal y la prueba de la comisión de por lo menos un ilícito suficiente para forzar o exigir una renuncia era de una claridad tan cristalina que en condiciones normales de temperatura y presión es muy probable que Milei no hubiera amanecido el sábado 15 en posesión del sillón presidencial. El escándalo fue por la promoción en las redes sociales de una estafa con criptomonedas, un error no forzado que rara vez se presenta en la realidad con una forma tan ideal.
La mesa parecía estar servida para que el régimen mileísta terminara a más tardar el lunes subsiguiente y, no obstante, eso no ocurrió y con el pasar de los días Milei fue recuperando de a poco la iniciativa política. La oposición, en una palabra, no supo, no pudo o no quiso capitalizar el error del enemigo para destruirlo políticamente. Y cuando eso ocurre cualquier observador más o menos avezado en analizar la lucha por el poder político en el Estado debe preguntarse por qué. Milei no tenía ni tiene con qué defenderse de las acusaciones porque el delito cometido es evidente y no hacía falta más que presentarle al presidente caído en desgracia la opción del juicio político inmediato (el que viene con serias consecuencias en el mediano plazo) para obligarlo a optar por la renuncia.
Pero la oposición no hizo nada de lo que se esperaba de ella y casi dos meses después del escándalo de la criptoestafa Milei sigue en funciones, habiendo inaugurado el periodo de sesiones de un parlamento que debió haberlo destituido y hablando de cualquier otra cosa como si nada hubiera pasado. No hace falta más que una pizca de sentido común y nada de conocimiento legal para comprender que un presidente es el representante de lo público y por ello no puede estar implicado en negocios privados, menos que menos promocionar aquellos que resultan en delitos. El debate jurídico sobre la inocencia o la culpabilidad de Milei es inocuo y solo sirve para demorar una definición. Milei es políticamente imputable por la incompatibilidad de sus actos con el cargo que ocupa y esa sola certeza debió bastarle a la oposición para destituirlo.
Nada de eso ocurrió y ahí está la evidencia definitiva de la existencia de una componenda más o menos tácita entre los dirigentes de ambos bandos en la grieta que en las páginas de esta Revista Hegemonía hemos dado en llamar y analizar, desde hace ya algunos años, como el pacto hegemónico. Aunque es bastante evidente y se hizo aún más patente al observarse toda la pasividad de la oposición en el escándalo de la estafa cripto mileísta, el pacto hegemónico es una cosa que en la conciencia de la mayoría aparece como una “conspiranoia” porque implica aquello que, en las categorías de Salvador Allende, parecería ser una imposibilidad hasta biológica: una coincidencia de Cristina Fernández y Javier Milei en algo con el objetivo de lograr alguna finalidad que tampoco es fácil de comprender.

El problema fundamental de la hipótesis del pacto hegemónico no está en la hipótesis en sí, que es muy sólida, sino en la viabilidad de su exposición pues parte de una premisa que muy pocos están espiritualmente preparados para comprender y menos aún son los que lo están para tolerarla. El pacto hegemónico es una de esas verdades que duelen y desmoralizan porque rompen cosmovisiones muy arraigadas en el ser, es una cosa que se parece a la popular metáfora de la infidelidad conyugal en la que el marido engañado no puede aceptar la triste evidencia y tiende, en consecuencia, a reaccionar violentamente contra el que trae la desgraciada noticia. Y por eso es de muy difícil exposición, no se ve expuesto en ninguna parte.
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