Exactos tres años después del inicio de la llamada operación militar especial de Rusia sobre el territorio de Ucrania y como si la temporalidad se hubiese ajustado adrede para coincidir con ese aniversario, el proceso de larguísimo aliento iniciado por Vladimir Putin en 1999 llega finalmente a un desenlace con el desaire de Donald Trump a Volodímir Zelenski en la Casa Blanca. Con este extraordinario hecho que tuvo lugar frente a las cámaras de televisión Trump oficializó ante los ojos de un mundo estupefacto el giro copernicano en la orientación de la política exterior estadounidense y, a la vez, decretó el triunfo final de un Putin que todo lo miraba de lejos y en silencio. Al plegarse Washington a la tesis rusa de la legitimidad de la campaña militar en Ucrania se desató toda una serie de eventos y consecuencias en la geopolítica dejando a los europeos en un estado de precariedad que estos no habían conocido desde 1945. Y a los rusos, por otra parte, con las dos manos puestas sobre el trofeo.
Lo que hizo Donald Trump al acorralar junto a su vicepresidente J. D. Vance y su secretario de Estado Marco Rubio a Zelenski, regañarlo duramente en público y luego echarlo sin contemplaciones de la Casa Blanca, arrojándolo al lugar del paria, fue decirle al mundo en un brillante acting televisivo que Putin tiene la razón en el diferendo y ya ganó la guerra, puesto que sin la ayuda económica de los Estados Unidos es imposible continuar la lucha en el frente oriental. Zelenski intentará “pasar el sombrero” por última vez entre los europeos para estirar un poco más la farsa, pero la suerte ya está echada. Los Estados Unidos responden por más del 70% del presupuesto de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y será muy poco lo que los europeos puedan hacer si se interrumpe el flujo de dinero —unos 860 mil millones de dólares anuales, según números de 2023— desde Washington a la OTAN.
De hecho, lo más probable es que Trump esté precisamente esperando que los europeos “muerdan el anzuelo” y se lancen a la rebeldía de apoyar a un Zelenski del que Washington ya renegó. Ese será el argumento final, la gota que rebalsará el vaso y legitimará a Trump para hacer aquello que viene amenazando desde su primer mandato presidencial: retirar a los Estados Unidos de la OTAN, lo que en la práctica significaría la inviabilidad de esta organización terrorista por falta de fondos. El continentalista Trump es un hombre pragmático y comprende que el atlantismo es el mal, sabe que la OTAN fue creada para combatir a los soviéticos en el contexto de la Guerra Fría, en los límites de la “cortina de hierro”. Y por lo tanto que, al no haber hoy soviéticos, “cortina de hierro” ni Guerra Fría alguna, la OTAN ya es un ente desfasado y un derroche monumental de dinero. Trump no tiene ningún interés en hacerles la guerra a Putin y a Rusia sino más bien todo lo opuesto, razón por la que la OTAN ahora sobra.

El resultado es el triunfo de Putin, pero no solo en el diferendo limítrofe con la OTAN que finalmente hizo crisis en Ucrania, eso es lo de menos. El triunfo de Putin es el reconocimiento por parte de Trump —de los Estados Unidos, en rigor— de la realidad geopolítica multipolar. Bien mirada la cosa, el continentalismo de Trump es similar al del presidente Franklin Roosevelt hasta Pearl Harbor. Mientras no se produjo ese que fue a todas luces un atentado de falsa bandera, Roosevelt insistió en que los Estados Unidos estaban separados de Europa por un enorme océano y no podían tener ningún interés en una guerra europea. Más de ocho décadas después de Roosevelt, Trump hace el mismo discurso utilizando incluso las mismas categorías y lógicamente concluye que cualquier diferendo entre europeos occidentales y orientales debe resolverse sin la intervención de los Estados Unidos.
Ahí está, en muy pocas palabras, el triunfo final de Putin allí donde Stalin fracasó. Después de 80 años de intervención, de Plan Marshall y de haber empujado la OTAN hacia Oriente hasta los límites territoriales de Rusia, Washington declara con toda la solemnidad que les suelta la mano a los europeos y los deja para que se las arreglen solos frente a los rusos. Habría que ser un necio para no comprender que es solo una cuestión de tiempo, de poco tiempo, hasta que Moscú subvierta por presión económica el orden político de Europa instalando a sus corresponsales en el poder político de todos los países del subcontinente. No es una cuestión de que al retirarse la OTAN los rusos querrán avanzar militarmente sobre los países de Europa occidental, esa es una mentalidad impropia del siglo XXI. Lo que Moscú tendrá en Europa es ni más ni menos que el tipo de control que Washington ejerció allí desde 1945 en adelante.
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