Urbi et orbi

En un contexto de profunda crisis institucional en el que la Iglesia católica parecía a punto de caer ante los embates del “progresismo” posmoderno, el Vaticano fue a buscar “más o menos al fin del mundo” a un cardenal ultraperiférico que trajera bajo el brazo la salvación del catolicismo. Ese cardenal fue el argentino Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco que acaba de pasar a la eternidad a los 88 años. ‘Amén: Francisco responde’ registra en 88 intensos minutos toda la fortaleza política y espiritual del primer Papa americano: cara a cara con diez jóvenes que representan las tensiones del presente, desde el feminismo hasta el ateísmo militante, Francisco deja testimonio de su lucha. Contener sin conceder, escuchar sin claudicar. Francisco vino a mostrar que es posible abrazar al pecador sin validar el pecado.
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Quizá como una insólita instancia de encuentro y debate cuyo concepto oscila también insólitamente entre la genialidad y la imbecilidad, aunque ciertamente constituye en cualquier caso un documento histórico único y sin lugar a duda irrepetible. Así podría calificarse la reunión organizada unos meses después de la contingencia del coronavirus por el periodista y guionista de televisión catalán Jordi Évole con el objeto de poner por algunas horas en un mismo ambiente al Papa Francisco y a diez jóvenes de distintas extracciones étnicas, nacionalidades y orientaciones ideológicas. El resultado del experimento televisivo fue Amén: Francisco responde (España, 2023. 88 min.), el polémico documental que Disney refritó a pocas horas de conocerse la noticia del fallecimiento del sumo pontífice y que de un modo algo inesperado pone de manifiesto en una sola pieza de video la razón por la que el Vaticano fue a buscar en 2013 “más o menos al fin del mundo”, en sus propias palabras, a Jorge Mario Bergoglio para suceder a un Joseph Ratzinger que entonces había sido derrotado por las circunstancias.

La caracterización de “polémico” para Amén: Francisco responde aquí no es ni mucho menos una adjetivación irreflexiva de esas que tanto gustan entre los tituleros y los operadores mediáticos en general. Y tampoco refiere al contenido del documental en sí, que resulta ser de inestimable valor para la política de hoy y para la historia de mañana. La naturaleza polémica del documental de Jordi Évole resulta de su concepción, radica en la genialidad o en la imbecilidad de poner frente a frente a un cura anciano y a un grupo de adolescentes tardíos cuyo nivel de hormonas y de confusión se ubicaba entonces por la estratósfera. Diez contra uno, preguntas que en condiciones normales de temperatura y presión un jefe de la Iglesia católica no podría responder, hostilidad y discusiones frenéticas que estuvieron entre lo chabacano y lo ofensivo, con arrebatos de resentimiento explícito. A primera vista no parecería quedar muy claro qué quisieron lograr los realizadores ni por qué Francisco accedió a exponerse al fusilamiento. Y menos aún por qué el Vaticano lo autorizó.

Pero todas las dudas se disipan al observarse la razón geopolítica por la que entre los 115 cardenales habilitados en marzo de 2013 el Vaticano eligió al ultraperiférico Jorge Mario Bergoglio para poner en sus manos la conducción del catolicismo universal. El debate propuesto para la realización del film de Jordi Évole no es otra cosa que una breve síntesis de los años de papado de Francisco, esto es, una metáfora de su labor al frente del Vaticano en la ejecución de la tarea que le había sido encargada por una Iglesia que estaba en riesgo de disolución y necesitaba salir del brete. En una palabra, al enviar a su máximo jefe a “dar la cara” para responder los cuestionamientos de diez jóvenes díscolos en un ambiente relativamente controlado el Vaticano no quedaba expuesto, sino precisamente todo lo contrario: exponía de una vez y para siempre la obra de Francisco ante los ojos del mundo en un material fílmico que será para siempre la evidencia indeleble e irrefutable de algo.

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Escena del documental ‘Amén: Francisco responde’ en la que puede verse a cinco de los diez jóvenes presentes en la reunión: una evangelista, un hombre que en su infancia fue abusado por el Opus Dei, una lesbiana “no binaria”, un musulmán y una “católica” que resultó aquí ser la gran operadora de la ideología “progresista”. Pese a las sonrisas hubo tensión y muchos momentos incómodos que pusieron a prueba la templanza, la paciencia y sobre todo la cintura política de Francisco.

¿De qué cosa? Pues de que en más de una década Francisco no hizo más que poner la cara por el catolicismo en una actitud que podría calificarse como un doblarse para no romperse. Comentaristas más idóneos que este cronista vendrán en los próximos años a explicar cómo un cardenal argentino fue ungido —inesperadamente para muchos— como Papa con la sola misión de salvar la unidad de una institución que había sabido transitar exitosamente la política del mundo en dos milenios y que para marzo de 2013 estaba en vías de extinción al no poder dar respuesta a las innumerables anomalías de la posmodernidad. El cardenal Bergoglio elevado ya a Papa Francisco hizo precisamente eso, suavizó y humanizó el discurso y la imagen de una institución que se percibía vetusta y, por lo tanto, superflua y prescindible. Todo eso, véase bien, sin tener que ocultar ni renegar de los principios doctrinarios del catolicismo que, en el fondo, eran el objeto de todos los cuestionamientos posmodernos.

Un poco de memoria a corto y a mediano plazo puede ayudar a resolver la cuestión. Aunque se despidió aduciendo no tener ya la fortaleza física para seguir en el trono, Joseph Ratzinger como Benedicto XVI gozaba aún de buena salud al momento de abdicar en febrero de 2013 y la prueba de ello es que vivió casi una década más hasta el último día de 2022. En realidad, no hubo problema de salud alguno entre las razones por las que Ratzinger tomó la extraordinaria decisión de renunciar a un puesto del que por lo general —los sucesores de San Pedro, como se sabe, simplemente no suelen renunciar— nadie se va caminando. La correcta observación de ese hecho que confundió entonces al mundo y que hoy puede analizarse con más claridad indica que con Benedicto XVI la Iglesia católica no iba a poder capear la tormenta que ya en 2005 se avecinaba y que para 2013 se había desatado: la de una nueva ola del mal llamado “progresismo” que todo lo arrolla a su paso mediante la imposición de la moral posmoderna.


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