Al irrumpir en la escena como uno de los miembros del Grupo de Oficiales Unidos (GOU) que terminó en 1943 con la llamada década infame, el entonces coronel Juan Domingo Perón ponía primera en la construcción de lo que sería luego una nueva política para la Argentina. Perón no podía saberlo de antemano, pero al participar como protagonista en el golpe de Estado del GOU en 1943 habría de hacer mucho más que terminar con 13 años de fraude, infamia y entreguismo cipayo coyunturales. La obra política de Perón es, en su naturaleza, distinta a la de todos los demás dirigentes en nuestra historia porque es fundacional, esto es, hay un antes y un después de Perón. Lo que realmente hizo Perón a partir de 1943 y con más intensidad después del 17 de octubre de 1945 fue terminar con un esquema político bipartidista que excluía del debate al pueblo mientras se presentaba con la falsa antinomia de conservadores y radicales para disimular el hecho de que ni los unos ni los otros representaban los intereses de las mayorías populares, sino los de las propias élites dirigentes y los del imperialismo del que esas élites eran las personeras cipayas.
Con Perón iba a desaparecer del mapa político el conservadurismo, aunque también se extinguiría el radicalismo como tal. Tanto conservadores como radicales habrían de abandonar sus viejas identidades y reconvertirse en peronistas y antiperonistas en lo sucesivo. Un clásico ejemplo de lo primero pueden ser los jóvenes de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA), quienes con Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz y Homero Manzi a la cabeza fueron a plegarse al peronismo naciente desde el vamos mientras, por otra parte y como ejemplo de lo segundo, los demás radicales asumían plenamente la nueva identidad antiperonista del “gorila” yendo a formar frentes “democráticos” junto al embajador estadounidense Spruille Braden con la idea de que Perón era nazi y otras patrañas típicas de aquella contingencia. Sea como fuere, está claro que con el advenimiento del peronismo los radicales dejaron de serlo y se plegaron a la hegemonía de Perón en los dos únicos lugares posibles de toda hegemonía, que son el de quienes la afirman y el de quienes la niegan y con ello no hacen más que afirmarla una y otra vez.

Lo mismo puede decirse de los conservadores, aunque con el agregado de que estos directamente liquidaron el partido y optaron por pasar, en su gran mayoría, a las filas del peronismo. Muchos conservadores en el orden bipartidista anterior formaron parte del gobierno de Perón y del peronismo como movimiento a partir de 1946, lo que aporta la evidencia definitiva de que hay un antes y un después de Perón en la política argentina. Perón es un divisor de aguas, es un punto de inflexión en tanto y en cuanto al advenir destruye el orden existente e impone un nuevo orden en el que su propia figura se ubica en el centro de la escena definiendo a todos los demás por los criterios de amigo y enemigo. Perón es la figura fundacional de nuestra política porque define hasta los días de hoy a quienes lo siguieron y fueron los peronistas después de él, pero mucho más aún porque define a los que optaron por no seguirlo y asumieron una identidad “contreras”, la que en definitiva es ese polo negativo que toda hegemonía necesita para existir.
Algo similar ocurre, salvando todas las distancias geográficas y culturales, en los Estados Unidos hoy alrededor de la figura del nuevamente electo presidente Donald Trump. Después de gobernar durante cuatro años y de no lograr su reelección en medio a serias sospechas de fraude, Trump resurgió de las cenizas cual ave fénix para arrebatar una vez más el poder político en el Estado en las elecciones de este año, a ocho años de su primer triunfo electoral en 2016. Y no solo eso, sino que ese resurgimiento ocurre en un contexto en el que Trump tendrá amplio control del poder legislativo y un nivel de apoyo popular que le da carta blanca para imponer su proyecto sin mayor oposición al menos en los dos primeros años de su nuevo mandato. Al hacerlo, como líder carismático y hegemónico que es, Trump va en camino de emular a aquel Perón que en 1946 ganaba las elecciones, después de haber estado en la cárcel y de haber tenido su 17 de octubre, poniendo el nudo final en la costura de su trama. Trump está en vías de extinguir el esquema tradicional de la política estadounidense y de crear uno nuevo a su imagen y semejanza.

Trump está hoy como Perón en febrero de 1946, está en vías de hundir a las identidades clásicas de un tiempo que termina. Ahora los viejos partidos políticos del sistema estadounidense tienden a licuarse y a reconfigurarse en los nuevos términos antinómicos de trumpismo y antitrumpismo. Aun en la hipótesis de que se mantengan los sellos formales de los republicanos y de los demócratas —como preservaron el suyo los radicales aquí, por ejemplo, aunque meramente como un cascarón vacío—, lo más probable es que la forma institucional sea atropellada por la potencia de un líder carismático e intratable al que nadie parecería saber cómo frenar en su avance arrollador. Tanto demócratas como republicanos son llamados a elegir ahora un lugar antinómico en la nueva hegemonía, deben definir si van a subirse al tren del trumpismo o si van a pararse en el lugar también hegemónico del “contreras” siendo para Trump lo que fueron los “gorilas” para Perón en su momento.
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