La verdadera Francia insumisa

Ante el desmedido entusiasmo ideológico de la izquierda y el progresismo a nivel mundial por el resultado electoral de Francia la experiencia histórica aporta la dosis justa de pesimismo: la Francia “insumisa” de la izquierda gala no lo es realmente ni podría serlo, sino una continuación lógica de las posiciones ideológicas que destruyeron la verdadera insubordinación que el pueblo-nación francés logró durante las dos décadas largas de vigencia del General Charles de Gaulle. Hoy Francia es un fantasma que no se anima a romper con el atlantismo, una vulgar colonia estadounidense en Europa. Y es improbable que la izquierda hegemónica tenga la voluntad de cambiar esa patética situación de sometimiento.
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Terminada la II Guerra Mundial a mediados de los años 1940, se impuso en el mundo una hegemonía bipolar de los dos bloques geopolíticos que habían triunfado en el campo de batalla. Esa fue la hegemonía bipolar del bloque liberal occidental liderado por los Estados Unidos y del bloque socialista de Oriente encabezado por la Unión Soviética, un esquema de cuya fuerza centrípeta muy pocos países pudieron evadirse durante el siguiente medio siglo posterior a la caída de Reichstag de Berlín en manos del Ejército Rojo soviético. Después de la última gran guerra abierta y durante toda la Guerra Fría fueron muy escasas las naciones que se atrevieron a declarar que “ni yanquis ni marxistas”, esto es, su no alineamiento automático con ninguno de los dos polos de poder geopolítico emergentes del triunfo del bando aliado en la II Guerra Mundial.

Los socios de ese bando durante el conflicto habían sido el liberalismo de Occidente y el socialismo de Oriente, el propio bando se conformó como una alianza contra natura entre la primera y la segunda posiciones de la modernidad industrial. La alianza fue antinatural porque el liberalismo y el socialismo se planteaban mutuamente en las antípodas, como la antítesis el uno del otro en un resultado lógico de las revoluciones burguesas de Europa desde fines del siglo XVIII en adelante. Ascendida la burguesía al lugar de clase dominante en Inglaterra y en Francia, esa burguesía inicialmente impuso su proyecto político —el liberalismo— sobre todos los demás, tan solo para encontrar a mediados del siglo XIX su oposición en el socialismo marxista. Primera y segunda posiciones, como se ve, toda la modernidad industrial explicada en pocas líneas.

Entonces el liberalismo y el socialismo son teóricamente enemigos mortales, la existencia del uno depende de la extinción del otro y viceversa, aunque eso no impidió que a partir de 1941/1942 esos enemigos hicieran una alianza guerrera con el fin de derrotar a un tercero en discordia. Lo derrotaron, en efecto, la potencia del complejo industrial-militar de los Estados Unidos sumada a la bravura de los soldados soviéticos, que pusieron el cuerpo en el campo de batalla y allí se ofrecieron en sacrificio por las decenas de millones, fue suficiente para ganar la II Guerra Mundial. Pero la alianza seguía siendo antinatural y al finalizar la guerra naturalmente se rompió. Los liberales de Occidente formaron por una parte un bloque y los socialistas de Oriente constituyeron, por otra, el bloque opuesto. Y alrededor de estos dos polos fueron ordenándose casi todos los países en lo sucesivo.

Representación artística de la caída de la Bastilla el 14 de julio de 1789, hito predilecto de los historiadores para simbolizar el inicio de la revolución burguesa en Francia que vulgarmente suele llamarse “revolución francesa”. A partir de aquí Francia moldea políticamente toda la modernidad industrial naciente sentando las bases del Estado moderno como garante de la anhelada propiedad privada y administrador de la sociedad. Triunfa el proyecto político liberal, el que luego encontrará su antítesis en el proyecto socialista a partir del advenimiento del marxismo a mediados del siglo posterior. Los franceses dan al mundo las dos posiciones ideológicas de la modernidad y también dará con Charles de Gaulle a un enorme referente de la tercera posición.

Ahí tenemos en una síntesis muy apretada toda la historia de la humanidad en las últimas ocho décadas: un mundo dividido y convencido de que solo hay dos proyectos políticos posibles, dos extremos ideológicos según los que solo puede haber individualismo o colectivismo a ultranza para ordenar la sociedad. Toda tercera posición en discordia respecto a estos términos tan extremos ha sido ahogada en ochenta años ya sea mediante la intriga diplomática, la acción deletérea de los servicios de inteligencia o la guerra común y silvestre. Lo cierto es que los dos polos geopolíticos dominantes jamás permitieron la emergencia de una alternativa sintética al colectivismo socialista y al individualismo liberal. El Estado omnipresente o el Estado ausente, he ahí las dos opciones de proyecto político que tuvo la humanidad desde 1945 hasta el presente. Esa es una hegemonía.

Derecha e izquierda, los términos propios de la revolución burguesa de 1789 y más precisamente de la Asamblea Nacional de Francia de 1791. La derecha entonces fue el proyecto político monárquico, que quedó históricamente derrotado en esa revolución por el proyecto liberal burgués, que se sentaba inicialmente a la izquierda. Con el correr del tiempo y la elevación de la burguesía al lugar de clase dominante, habría de advenir el socialismo con el Manifiesto Comunista marxista de 1848 para ocupar el extremo izquierdo que la burguesía dejó vacante al correrse a la derecha. Derecha e izquierda, no hubo más opciones. La hegemonía se verifica cuando por fuera de ella no hay posibilidades, cuando nadie puede abstraerse de las dos posiciones hegemónicas planteando una tercera posición alternativa. Eso fue lo que pasó en el mundo después del triunfo en la II Guerra Mundial de liberales yanquis y socialistas soviéticos. La única “opción” para todos fue funcionar en la hegemonía siendo de derecha o de izquierda.


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